Los años en Princeton
Textos: Dr. Antonio Moreno González
Einstein y sus acompañantes llegan a Nueva York el 17 de octubre de 1933. Paul Langevin (1872-1946) lamentaba aquel suceso con estas palabras: "El Papa de la Física se ha mudado de casa y EE.UU. se ha convertido en el centro mundial de las ciencias naturales".
Fija su residencia en Mercet Street 112 en Princeton, cerca del Instituto de Estudios Avanzados fundado con la donación de cinco millones de dólares que Louis Bamberger y su hermana Felix Fuld, acaudalados financieros judíos, pusieron a disposición de Abraham Flexner, un conocido reformista del sistema educativo americano, para crear una institución de élite dedicada a la investigación y la enseñanza. Tras varias tentativas hechas en Europa, Flexner consiguió la aceptación de Einstein quien sugirió percibir un sueldo anual de 3000 dólares. Pero, para sorpresa suya y contento de Elsa, le fijaron el salario anual en 15000 dólares, le garantizaban una jubilación a los 65 años - entonces tenía 54- con un retiro de 7500 dólares. No cabe duda que la oferta era generosa y más no teniendo obligaciones docentes, salvo la atención esporádica de grupos reducidos de estudiantes.
Sin embargo, la estancia en Princeton no fue lo provechosa que él mismo, y los profesores del propio Instituto y de la Universidad, hubieran deseado. Philip Franck, buen conocedor de la vida y obra de Einstein, a quien sustituyó en la Universidad de Praga, y uno de sus biógrafos más fiable, achaca este decepcionante resultado a que uno de los rasgos característicos de Einstein fue "su absoluta independencia del ambiente que le rodeaba". Einstein mismo reconoce el poco ascendiente conseguido en el Instituto cuando escribe (12/4/1949) a Born, a quien le había prometido una larga estancia en él: "Yo lo propuse, pero tengo poca influencia; me consideran petrificado porque con los años me he quedado sordo y ciego (en sentido figurado). No me importa mucho, ya que va bastante de acuerdo con mi temperamento".
No obstante, su fama pública se acrecentó, era perseguido por periodistas y curiosos, los graduados querían trabajar con él y científicos de cualquier parte del mundo aprovechaban o provocaban sus estancias en Princeton con la intención de visitarlo. Era muy popular en la ajardinada zona en que vivía, el comerciante que le atendió en su primera compra -un helado y un peine, ¡quien lo diría! - hecha a su llegada al pueblo lo recordaba con satisfacción. Tanta era la correspondencia recibida que Helen Dukas se vio obligada a seleccionarla y en algunos casos a "almohadillarla" (suavizarla) cuando el contenido era poco grato. Su teléfono nunca figuró en la guía y las visitas eran cuidadosamente elegidas.
Ciudadano americano desde 1940, y a pesar de reconocer nobles cualidades para el pueblo americano, nunca se sintió como tal. Añoraba su vida en Suiza y recibía con agrado a quienes pudieran retrotraerle a aquellas tierras y a aquellos tiempos. Se cuenta que el último amor de Einstein, Johanna Fantova, lo era sobre todo por su condición centroeuropea.
En Princeton, aunque siguió ocupándose de su fallido intento por unificar gravitación y electromagnetismo, inspiró el futuro científico exitoso de quienes trabajaron con él, continuó perfeccionando sus teorías cosmológicas y contribuyó a clarificar los fundamentos de la mecánica cuántica, aun manteniendo su resistencia a aceptar el inevitable indeterminismo. De sus años en América el episodio más lamentable, aunque justificado según él ante la amenaza nazi, fue el protagonismo tenido en la decisión del gobierno americano en fabricar la bomba atómica, contribución que contrasta con su permanente campaña antibélica.
Murió el 18 de abril de 1955, a la 1:15 de la madrugada. Sus últimas palabras, ininteligibles para la enfermera que lo atendía, fueron en alemán, el idioma en que siempre se expresó de palabra y por escrito, aunque en caso de necesidad lo hiciera en francés que dominaba bien o en inglés que lo hablaba de una forma muy peculiar. Dejó dicho y así se cumplió que no quería funerales, que sus cenizas fueran esparcidas sin decir donde, y que en su casa no pusieran ninguna placa recordando que había vivido allí. Muchos años después, muertas ya Margot y Helen Dukas, el primer ocupante de la casa fue el físico Frank Wilczek, luego premio Nobel (2004).
112 Mercet Street